El
malestar en la boca del estómago apareció ni bien el ómnibus tomó el camino de
la costa. Me engaño pensando que me hizo mal el alfajor de chocolate que comí
en la terminal. La proximidad de la llegada al pueblo me trae un sabor amargo.
Mastico el antiácido mentolado mientras miro el mar por la ventanilla, parece una gran alfombra azul con respingos
plateados, producto del reflejo del sol.
El
micro avanza por la carretera con un traqueteo cotidiano conocido. Pasa la
confitería bailable donde está el avión pepper en la entrada. Al tomar la
curva se ve la arcada con las letras
grandes anunciando la bienvenida a los viajeros. Minutos después entramos en el
pueblo. Todos los pueblos tienen su
encanto, para mí este lugar no es encantador, me resulta sin poesía y hasta
poco armonioso. Las casas combinan con
el paisaje agreste creando una arquitectura improvisada sin árboles ni
jardines. Algunos transeúntes y sus perros caminan por las calles camuflados de
turistas.
Los habitantes de Santa Martina son como personajes de la
mitología griega. Náufragos rendidos al encanto del lugar. Seres a quienes los dioses dieron el don de no tener pasado,
apenas un futuro promisorio que nunca llega. Un sueño que se diluye cada
invierno en una copa de ginebra.
Mi familia vive aquí. Desde hace más de veinte años forma parte de
la comunidad de náufragos. Yo elegí el anonimato de la gran ciudad, la
identidad resguardada en el gesto displicente, la falta de temor al qué dirán. Todos los años, en el mes de diciembre llego
con la excusa de descansar, olvidarme del ruido hasta extrañarlo y desear
volver.
Sé lo que vendrá, levantarme con el sol, tomar mate bajo la
higuera, comer asado, beber vino. Caminar descalza por la gramilla. Excluyo del
itinerario ir a la playa. Lejos quedó la
costumbre de dormir bajo el sol, abrazada a la arena, o nadar en el mar excesivamente frio. Mi
interés está en aislarme de todo y de todos. No tener que saludar ni desear
felices fiestas.
Desciendo del autobús y el viento, marca registrada del lugar, arremolina
mi cabello. Observo que algunos curiosos me miran mientras subo al taxi que me
conducirá a la casa. El coche arranca y sale de la avenida principal. El paisaje se
modifica tornándose verde. La brisa trae el perfume del bosque de
eucaliptos. Los sonidos son diferentes a los que mis oídos citadinos
acostumbran escuchar.
Al llegar el chofer me ayuda con el
equipaje al mismo tiempo que me recomienda saludos para mi mamá. Camino hacia el fondo de la casa
y entro por la puerta trasera. Hay un
silencio peculiar, todo está en penumbras. Alcanzo a distinguir la silueta de mi abuela en la sala, sentada en
el sillón de mimbre. Me cuesta
reconocerla. Me pregunto si esta anciana es aquella mujer locuaz, famosa entre
sus familiares y amigos por sus extravagancias que desplegaba magia en la
cocina. Todos acudíamos a ella en busca de soluciones o canciones, o simplemente
para deleitarnos viéndola armar sombreros. Yo la espiaba todo el tiempo y la
atosigaba con mis preguntas sobre amor y sexo: ¿Cuándo se había enamorado por
primera vez? ¿Quién fue el primer hombre en su vida? ¿Cuántas veces había
besado a alguien antes de casarse? Ella se sonrojaba y escabullía la respuesta
con un “ve a la cocina y pon la pava con agua a calentar que yo voy en seguida
a preparar el mate”. Esta contestación me llevó a pensar que los abuelos eran
seres asexuados que engendraban bebés... ¡vaya a saber cómo!
Un día, no recuerdo como ni cuando,
entabló amistad con el silencio. La invadió la tristeza. Se enfermó de
ausencias, de falta de bullicio infantil y vecinos emigrados. Parecía que ya
nada ni nadie la divertía. Su pasatiempo favorito pasó a ser mirar los
girasoles del campo contiguo a través del ventanal.
Me acerco a ella lentamente, casi no nota mi
presencia. Quedamente le pregunto:
─ Hola ¿Dónde están los demás?
Sin dejar de mirar el paisaje dice
─ Algunos trabajando…otros haciendo
compras…
Vuelve al silencio. Tengo la impresión
que dialoga con los girasoles. Por momentos conversa con ellos, por momentos
pasa lista a los recuerdos. Con el ánimo de entablar conversación le digo:
─ Los girasoles tienen la apariencia de
criaturas despreocupadas que bailan al compás del viento
─ Deberías escribir un cuento− responde
─ ¿Sobre los girasoles?
Se encoge de hombros
─ Sobre los girasoles…sí…puede ser…sobre
lo que quieras, imaginación no te falta
Nuevamente vuelve la vista hacia el
ventanal.
Aprovecho para ir a la cocina a preparar el
mate. Cuando vuelvo a la sala con la bandeja, le pido que me los cebe mientras comienzo a
encender la salamandra para eliminar el tufo a humedad que el invierno dejó en
las paredes de la casa. Coloco un leño pequeño de quebracho, palillos, piñas y
ramitas secas de pino. La estufa comienza a rugir. Levanto la tapa que está en
la parte superior. Las llamas chisporrotean alocadas. Embelesada ante el
espectáculo, extiendo los brazos e digo con ironía:
─ Que el espíritu navideño se apodere de
nosotros
Ella está detrás de mí mirando el fuego.
─ La navidad es una fecha triste. Solo
los chicos disfrutan de ella…
─ ¿Por qué los chicos nada más. Acaso los adultos no?
Me mira como si mi pregunta estuviera
fuera de lugar
─Bueno…sí pero es diferente…
─ Diferente ¿Cómo?
─O estás muy cansada del viaje, o estás
empecinada en hacerme hablar─ dice irritada
Sonrío y respondo
─No vamos a discutir. Solo quiero saber
qué es lo que quieres decir. ¿Acaso solo
tuviste ilusiones cuando eras chica? ¿De grande no? Como era entonces que
organizabas esas fiestas con la mesa grande, el mantel blanco y el gallo asado.
Todavía recuerdo cuando le cortaste la cabeza y el pobrecito salió corriendo
descabezado por el patio
Las dos reímos y ella agrega
─En la infancia es distinto, un chico está lleno de esperanza. Eso lo
ayuda a amortiguar la nostalgia, la tristeza.... Puede dar vuelta con la
imaginación todo lo que se le antoje, no piensa en el futuro. Yo también fui pequeña y tuve ilusiones a
pesar de mi niñez austera.
Llena de curiosidad le digo
─Hay algo que nunca me has dicho...me
refiero a tu infancia...
Se muerde el labio inferior. Carraspea y
dice
─
Hay un recuerdo que siempre me acompañó, aún de grande, y nunca conté a
nadie. Cuando tenía cinco años, mi mamá, mi hermano José y yo fuimos a Galicia
a visitar a la abuela Andrea, mi abuela materna, que había enviudado. Papá se
quedó en la Argentina porque tenía que trabajar, se reuniría con nosotros
después.
Pasaron dos años desde nuestra llegada.
La navidad estaba próxima. El gran regalo para mí sería ver a mi papá de nuevo.
Quince días antes de su llegada recibimos una carta de él diciendo que no
vendría. Sentí que el corazón se me arrugó como una pasa de uva. Hacía meses
que tenía el regalo guardado pero con la distancia…no sabía cómo iba a dárselo…
─ ¿Cuál era el regalo?
─ Una foto mía que me habían sacado en
la plaza en mi último cumpleaños. Guardé cuanta moneda me daban para comprar un portarretrato… Pensé en
enviarla por correo. Cuando se lo dije a mi mamá, me respondió que el envío era muy costoso y no teníamos
dinero para ello. Durante días me devané los sesos pensando que podía hacer hasta
que se me ocurrió una idea: a la vuelta de casa estaba la barbería de Benito,
que compraba cabello de mujer.
Mi cabello era rubio y largo más abajo
de la cintura. Lo vendería y con el dinero pagaría el envío. Sabía que iba a
llevar una penitencia pero estaba decidida.
Además mi cabellera crecería nuevamente y por la penitencia…paciencia.
Todas las mañanas, al volver de comprar
el pan, pasaba por la puerta del negocio. Benito era un hombre bonachón y simpático. Esto me dio
coraje para entrar al salón. Cuando me vio dijo:
─Hola Lía, ¿qué te trae por aquí?
─Benito, quiero vender mi cabello
─ ¿Quieres que te compre el cabello. ¿Tú
madre sabe de esto? ¿Ella te autorizó? ¿Para qué quieres venderlo?
─ Mi madre no sabe nada. Ella no me
autorizaría a hacerlo. Quiero mandar a mi padre el regalo de navidad.
─ ¿Puedo saber cuál es el regalo?
─ Un portarretrato con una foto mía,
para que no me olvide. Madre dice que el envío es muy caro y ella no puede
pagarlo.
─Tu mamá se enojará mucho conmigo y no
me dirigirá la palabra nunca más y a ti
te dará una penitencia de padre y señor. Pero…podemos hacer lo siguiente: te
prestaré el dinero y me lo tendrás que
devolver con una tarta de Santiago.
─ ¿Una tarta de Santiago? Nunca hice una
─ Por eso no te preocupes, Carmen, mi
esposa, te enseñará. Por los
ingredientes que se necesitan también no
te aflijas, en casa hay. Ven mañana a la tarde con el retrato que lo llevaremos
al correo.
─Así fue como le mandé la foto a mi
papá. Carmen me enseñó a preparar la tarta de Santiago. Me salió tan buena que
preparé una para la abuela Andrea y otra a Doña Jacinta, la profesora de piano.
El tiempo que viví en Galicia me torné una experta en esas tartas
tradicionales. Todos los años me las encargaban Cierro los ojos y aún puedo sentir el olor de las almendras y la
canela.
Cuando cumplí dieciséis años volvimos
para Argentina. Papá venía a visitarnos todos los
domingos. Después que me casé me visitaba tres veces por semana e
infaltablemente todas las navidades.
El secreto de mi abuela no fue la intención de
vender su cabello, sino la aflicción que le provocó esconder la nostalgia y el amor que sentía por su papá ausente.
Cargó consigo el peso de la separación de sus progenitores que se valieron de la distancia como excusa y sin
proponérselo, convirtieron a su hija en
cómplice de la situación.
Mientras narraba la historia, vi como las mejillas se le sonrosaron y la voz se le tornó aflautada. Volvió a ser una nena e imaginé a la jovencita
y a la mujer enamorada.
Esa navidad fue diferente para las dos.
Una sonrisa compinche esbozaba un “yo sé que tú sabes”. Nos unimos en un abrazo
infinito más allá de los lazos de sangre. Fui para ella un bálsamo como ella lo
fue en mi infancia. Brazos tiernos que me cobijaron en las pesadillas.
Regresé
al año siguiente para la misma fecha. Mi abuela ya no estaba entre
nosotros. En la víspera de noche buena, soñé con ella. La vi sentada a los pies
de mi cama mirándome complaciente. Desperté sobresaltada. Me encontraba sola en la penumbra del cuarto y un intenso
aroma a almendras y canela flotaba en el ambiente.
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